Hay funcionarios que dejan huella. Caputo deja intereses. Desde que apareció en la escena estatal, su rol es previsible: si el país necesita dólares, llamen a Toto; si no los necesita, igual llamen por las dudas. No importa el gobierno, el color político o el relato del momento: al final del día, aparece él con una carpeta, un power point y un nuevo préstamo como si fuera el delivery de financiamiento internacional.
Su historial es conocido: negociación con los holdouts, colocaciones récord, el bono a 100 años (el equivalente financiero a tatuarse el nombre de un ex ) y acuerdos varios que siempre prometían “tranquilidad” pero dejaban el calendario de vencimientos con taquicardia.
Lo que hace más irónica la escena actual es que Javier Milei — sí, el mismo que construyó buena parte de su carrera criticando a los endeudadores seriales, a la casta económica y al propio Caputo — terminó llamándolo cuando descubrió que gobernar tiene una parte ingrata: hay que pagar sueldos, jubilaciones y proveedores. El ideal libertario es hermoso hasta que se topa con la contabilidad. Entonces el presidente que juraba dinamitar el pasado terminó abrazando a uno de sus principales arquitectos, sellando una sociedad tan práctica como contradictoria. Milei necesita dólares para que su experimento político respire; Caputo necesita gobiernos que crean que endeudarse un poco más nunca mata a nadie. Una alianza perfecta, si uno ignora la realidad material del país que queda abajo de la bicicleta.
Pero, para ser justos, el problema no es Caputo. El problema son los gobiernos que lo convocan: administraciones que no hablan de bienestar popular, que no piensan en redistribuir riqueza ni en desarrollo social, sino en calmar mercados. Gobiernos que traducen la política económica en planillas de Excel y ven a la deuda como un estilo de vida, no como una herramienta excepcional. Gobiernos que encuentran en Caputo una síntesis de su propia visión: primero los acreedores, después el pueblo, y si queda algo, lo vemos.
En esa lógica, la “adicción al respaldo” es inevitable. Funciona siempre igual: llega la angustia fiscal, alguien pide “respaldo”, aparece Caputo con su magia y, por un rato, parece que todo mejora. Y claro que mejora: endeudarse genera una sensación inmediata de alivio, una euforia que los mercados celebran, una calma que dura lo que dura el efecto de la anestesia. Después llega la resaca: vencimientos más grandes, restricciones más duras, menos margen político y un Estado todavía más dependiente de quienes lo financian.
Si Caputo fuera un personaje episódico, la situación sería menos trágica. Pero su presencia es un indicador infalible: cuando vuelve Toto, es porque ya estamos mal y viene un modelo económico que, en lugar de levantar salarios, levanta deuda. Y lo más llamativo es que estas administraciones celebran el “respaldo” como si fuera sinónimo de fortaleza nacional, cuando en realidad es exactamente lo contrario: es la evidencia de que no pueden sostenerse sin pedir prestado.
El respaldo que nos gusta no es institucional ni productivo: es una tarjeta de crédito internacional sin límite. El país entra, paga lo urgente, promete portarse bien, y cuando vuelve el vencimiento, hace lo que todos hacemos cuando llega el resumen de Visa: refinancia, reza y pide otra ronda.
La pregunta no es qué hace Caputo. Él hace lo que sabe hacer. La pregunta es qué hace Argentina, que con cada gobierno neoliberal vuelve a buscar el mismo proveedor para resolver la misma angustia.
La adicción al respaldo no es culpa de Toto: él es solo el dealer más eficiente. El problema es el cliente.
El problema es la clase dirigente que lo busca, la que gobierna creyendo que endeudarse es gestión, que ajustar es valentía y que el pueblo puede esperar. Y asi la historia seguirá igual porque cuando suena el teléfono y del otro lado dicen “che, ¿no está Toto?”, ya sabemos que lo que viene no es estabilidad. Es otro préstamo. Y otra resaca.
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