Prohibido girar a la derecha - Por Ezequiel Gonzales.

Hace tiempo vengo notando algo raro dentro del peronismo. No es nuevo, pero últimamente se siente más a la vista: un corrimiento ideológico hacia posiciones que antes estaban en las antípodas de lo que el movimiento decía representar.

 

Como si de a poco, sin decirlo en voz alta, el peronismo se hubiera ido pareciendo cada vez más a eso contra lo que alguna vez peleó.

 

Lo inquietante no es solo que algunos dirigentes repitan los argumentos de la nueva derecha, sino que lo hagan convencidos de que siguen siendo peronistas. Niegan el cambio climático, ridiculizan la Agenda 2030, se mofan de cualquier discusión ambiental o de género, y al mismo tiempo reivindican una supuesta defensa del “trabajador” y de la “Patria”. 

 

Pero cuando uno rasca un poco debajo de esa superficie, lo que encuentra ya no es justicia social, sino una nostalgia del orden, del mando, del país de jerarquías estables y gente obediente.

 

Esa mezcla es peligrosa. Porque la derecha aprendió a hablar el idioma del pueblo. Ya no se presenta con saco, corbata y guante blanco, sino desde las calles, con tono popular, con los mismos símbolos que antes identificaban a los movimientos sociales. 

 

Lo que antes era lucha por derechos, ahora se traduce en una defensa de la libertad individual entendida como “nadie me dice qué hacer”. Es la retórica del yo contra el nosotros.

 

En esa nueva gramática, el peronismo pierde densidad. Queda reducido a una marca, a una bandera vacía que puede flamear en cualquier dirección según sople el viento. Muchos conservan los cantos, las fotos de Evita, las marchas, pero sin preguntarse qué sentido tiene hoy todo eso. Es un peronismo que mantiene la estética de lo popular pero ya no su alma.

Históricamente, cuando las derechas crecieron dentro de los movimientos populares, lo hicieron con una lógica muy clara: resistir el cambio. 

 

No el cambio económico, porque el dinero siempre se acomoda, sino el cambio social y cultural. 

 

Lo nuevo asusta: las minorías, el feminismo, la ecología, los nuevos lenguajes. Entonces aparece el discurso del orden, el del “antes estábamos mejor”, el del enemigo interno que hay que disciplinar. Y cuando eso se mezcla con símbolos de la identidad nacional o popular, se vuelve una combinación difícil de desenmascarar.

 

El riesgo es que, tras cada derrota electoral, no sea el peronismo más popular o transformador el que se reorganice primero, sino su costado más nacionalista y conservador. Ese que, al sentirse herido, se levanta rápido porque se alimenta de la bronca. 

 

No necesita un proyecto político claro: le basta con leer el enojo social y devolverlo en forma de identidad. Son hábiles para convertir la frustración en épica, para vestir con ropas de justicia lo que en el fondo es una reacción defensiva. En ese clima, el discurso empieza a mutar: ya no se habla de desigualdad, sino de “los progres que exageran”; ya no se discute poder, sino “orden”; y se empieza a confundir libertad con impunidad. 

 

Es el mismo relato que empuja La Libertad Avanza, pero dicho con los símbolos del peronismo, con el bombo y la marcha de fondo.

 

Y si ese es el rumbo, lo que viene es un peronismo domesticado. Un peronismo que ya no incomoda al poder, que pide permiso para existir. Que se arrodilla ante el mercado mientras canta la marcha, que negocia migajas y las celebra como conquistas. Un movimiento que ya no sueña con cambiarlo todo, sino con que lo dejen seguir custodiando su cajita de herramienta de los que menos tienen pasa a ser gestor del ajuste, administrador de la pobreza y policía del descontento. 

 

Habla en nombre del pueblo, pero le teme al pueblo. Se arropa con las banderas de la justicia social, aunque hace rato las usa para tapar su propia cobardía.

 

El verdadero desafío no es ganar una elección: es animarse a volver a ser incómodos. Porque si el peronismo deja de morder, deja de existir. Si se conforma con repetir consignas mientras le sueltan la mano a los suyos, lo que queda ya no es un movimiento. Es un decorado.

Y los que hoy gritan “viva Perón” mientras aplauden el ajuste, no defienden una doctrina: custodian un cadáver.

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